martes, 28 de octubre de 2008

Llueve sobre mojado.

Las gotas que golpean mi ventana repiquetean en mi cerebro como agudas dagas de cristal. Fuera está lloviendo. Dentro, también.


Las gotas que caen en mi interior no se pueden observar desde fuera, así que lo que es una colosal tormenta desde el exterior parece la agradable calma habitual en mí. Pero no es así, cada uno de los millones de oscuros pensamientos que recorren mi mente se transforma en una pequeñísima gota de un fluido muy parecido al agua que se clava con fuerza en mi alma.

No puedo posicionarme respecto a los días de lluvia, puesto que los odio y me encantan al mismo tiempo. Cuando llueve y el cielo está oscuro y triste siento exteriorizado mi mundo interior; demasiado exteriorizado. Cuando llueve me siento vulnerable, comprendo que cualquiera que mire a través de su ventana puede observar una réplica casi perfecta de lo que vería si observase, a través de mi mirada, mi interior.


Y eso me da miedo, me da miedo la lluvia que me ahoga por dentro y me hace encerrarme en el más hondo rincón de mi corazón, donde es imposible que llueva, porque es un lugar que tengo reservado sólo para mí y en el que jamás ha entrado nadie. Un pequeño rincón aislado del resto de mis emociones y sentimientos, un habitáculo vacío e inerte en el que no tienen cabida el dolor, el amor, el odio ni la esperanza. Ese lugar en el que me convierto en un recipiente vacío que no siente ni padece se transforma en mi hogar cuando la lluvia s ehace demasiado intensa.


Desde ese lugar escribo estas lineas, escuchando el repiquetear de las gotas de lluvia en el exterior mientras me pregunto si algún día seré capaz de salir de aquí y ver el tan anhelado cielo despejado con el que sueña la parte más demente de mi alma.



Vargas.