domingo, 10 de marzo de 2013

Presos del tiempo (2)



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La encontró sepultada debajo de un millar de objetos, entre ellos algo parecía un montón de tubos fluorescentes de los que se ponen en las clases de colegio; estaban algo amarillentos; rotos en su mayoría. Durante un momento dudó si se habrían roto con la caída o si ya vendrían rotos dentro de las bolsas antes del incidente. Se sorprendió pensando en para qué podría alguien utilizar tubos fluorescentes rotos, pero desechó ese pensamiento rápidamente; ya tenía suficiente papeleta con ayudar a aquella malparada damisela como para encima andar perdiendo más tiempo pensando en tonterías sin sentido. Involuntariamente miró el reloj antes de ayudar a la muchacha y observó que marcaba las 8:08; contuvo un escalofrío al pensar en el tiempo que estaba perdiendo durante aquella mañana e hizo un rápido cálculo mental; si la chica se encontraba bien no tardarían más de diez minutos en poner orden juntos a aquel desastre, eso le situaba en las 8:18; más 13 minutos que tardaría en llegar al trabajo si no se encontraba con tráfico le situaban en las 8:31. Suspiró aliviado pensando en que podía permitirse llegar un minuto tarde al trabajo después de diez años llegando el primero absolutamente todos los días. 




Un poco más relajado se acercó a la señorita, que se debatía entre la vida y la muerte con los dos perros tirando cada uno hacia un lado de la calle. 




–Perdóneme, señorita, no la había visto venir. Si me permite la ayudaré a levantarse y a recoger todo este caos, entre los dos tardaremos un momento; si usted se encarga de ese cuadrante de la acera mientras yo sujeto a los dos perros y los ato a esa farola después podemos, entre los dos juntos agrupar aquél sector de ahí enfrente para después…







–¡¡Se quiere callar de una vez y ayudarme a levantarme!! Hay algo que me está aplastándola pierna! Creo que me he roto un tobillo…







–No diga usted eso mujer –Contestó sobresaltado– Seguro que no es nada; verá como en cuanto se quite toda esa basura de encima descubre que está usted fresca como una rosa.







–¿Cómo que basura? Basura serás tú, ¡desgraciado! Si te digo que me lo he roto es que me lo he roto, y esa “basura” son mis cosas, ¿vale? Cada uno tiene sus cosas, las de algunos son más bonitas que las de otros, las de otros son más nuevas y las mías son estas. ¡¡Pero te quieres poner a ayudarme de una vez y quitar esa cara de pasmarote!!







De repente volvió a reaccionar, se dio cuenta de que se le había desencajado un poquito la mandíbula y se le estaba cayendo la baba, además, tenía la mirada perdida y un ligero tic en el ojo derecho.  Recuperó de nuevo la compostura y se dispuso a levantar a aquella pequeña bestia de pelo negro rizado del suelo. La sujetó con toda la suavidad del mundo, como el que sujeta una bomba que explosionará con el menor movimiento brusco, como sujeta una madre a su bebé recién nacido a la vez que como sujeta uno una bolsa de basura que apesta y que, además, pringa. Cuando la bestia se puso de pie trastabilló, exclamó un aterrador grito de dolor y comenzó a escupir una serie de tacos tan horribles que nuestro buen amigo se escandalizó tanto que estuvo a punto de soltarla y salir corriendo para alejarse de aquél demonio encolerizado. Entre otros muchos exabruptos los más destacables eran que se había roto la pierna, que nunca más podría volver a jugar al rugbi, ni escalar el Everest, que se la iban a tener que amputar, que no tenía dinero para la silla de ruedas, que con muletas no podría sacar a los dos perros y que siempre había soñado con ser bailarina de claqué, y que con un solo pie no iba a poder llevar el ritmo en condiciones y no iba a durar nada en la profesión.



Nuestro compañero la miró con la misma cara con la que se mira un chicle que se te ha pegado en la suela del zapato mientras ella soltaba toda esta retahíla de incoherencias, apoyada en su hombro con un brazo mientras con el otro seguía sujetando con brazo de acero a los dos enormes perros que estaban olisqueando la rueda de un coche aparcado en la calle. Cuando parecía que la muchacha se calmaba un poco la ofreció sentarse en un banco cercano y llamar a una ambulancia para que vinieran a aliviar su pena, que no creía que fuese necesario cortar ninguna pierna y que, posiblemente, pudiera bailar claqué sin problemas en un futuro no muy lejano. 




– ¿De veras? –Preguntó mientras se sorbía los mocos.







–Seguro que sí –Afirmó él solemnemente­– Ellos sabrán lo que tienen que hacer con una pierna rota, son profesionales de la materia, les puedo llamar y, aproximadamente en cuatro minutos y medio estarán aquí, el centro de salud no está muy lejos, y a esta hora seguramente haya alguna que aún no haya salido a atender una urgencia, por lo que es cuestión de hacer una llamada de…







­–Pensándolo bien –Interrumpió–  en verdad no me duele tanto; creo que solo me he torcido el tobillo; un pequeño esguince. Sí, seguro que ha sido eso, un esguince. Valoración de daños: Esguince en primer grado en la escala de Rochestein.















En ese momento comenzó a reírse, y era la risa más angelical que nuestro amigo había escuchado en su vida. Era similar a una catarata, como un millón de piedrecitas rodando por la ladera de una montaña, como la lluvia repiqueteando sobre el cristal de un coche mientras dentro suena una canción de blues. Una risa cálida, acogedora, como una chimenea, como un radiador de aceite en una cabaña de madera en medio de una montaña llena de nieve. Durante un instante se olvidó del tiempo, de los horarios de las ambulancias, de los minutos que quedaban antes de que llegase la hora de entrar a trabajar, se olvidó del reloj y se concentró únicamente en escuchar a ese monstruo reírse, porque sólo un monstruo podía reírse de aquella manera después del recital de palabrotas que había soltado un momento antes.


Por un instante se descompuso; durante aproximadamente 40 segundos dejó de verle el sentido a su milimétricamente calculada vida, se descubrió pensando en que nada de lo que hacía le resultaba satisfactorio, en que se sentía triste, incompleto, solo… Luego volvió en sí; sacudió todos los pensamientos inútiles que le rondaban la mente y cogió las riendas de nuevo de aquél fatídico día. Miró el reloj, un gesto que repetía cientos de veces desde que se levantaba hasta que se iba a dormir pero que en pocas ocasiones le aterraba tanto como le aterró en ese momento. Eran las 8:24. ¡Y aún no habían empezado a recoger aquél desastre! Tenía que escaparse de allí como fuese; debía alejarse de aquella chica o perdería su trabajo, su dignidad, su orgullo, su sentido del derecho y su posición como persona más puntual de la oficina que tantos años le había costado ganarse; sus compañeros de trabajo le llamaban Puntualín, lo cual como mote dejaba mucho que desear, pero a él le resultaba sumamente gratificante que le saludasen por las mañanas con ese apelativo; por así decirlo esa era la merecida recompensa que obtenía por su férreo control del tiempo; llegar a la oficina y que Antúnez, o quizás Redondo le dijeran un: “Buenos días Puntualín, qué raro verte tan pronto ¿Has dormido aquí hoy?” O quizás un “¡Hey Puntualín, cada día abres más pronto el chiringuito!”
No nos engañemos, era una recompensa de mierda, pero a él le gustaba. Ese apodo tan sosainas era de una de las pocas cosas que realmente le hacían feliz en su vida.

Pero, volviendo a la situación de crisis en la que nos encontrábamos, ese mote estaba a punto de dejar de existir si no hacía algo lo antes posible, la irascible desconocida había dejado de reírse y parecía que se estaba quedando dormida sentada en el banco, se fijó un poco mejor en ella y observó a una muchacha con el pelo muy negro, ondulado, con los pómulos bastante afilados y la frente un pelín hundida, aún así tenía un rostro amigable, con arrugas al lado de los ojos, muestra de que sonreía más de lo debido desde su punto de vista; descubrió también unas grandes ojeras debajo de los también grandes ojos castaños, muy oscuros en los bordes y más marrones hacia el centro; lo primero que se le vino a la mente al ver esa extraña combinación fue que esos ojos parecían dos donetes.

 Ese pensamiento impropio de él brotó con una celeridad terrible, y lo peor es que vino acompañado de una inesperada sonora carcajada. Nuestro amigo no era muy dado a reírse en público; en realidad no era muy dado a reírse en ninguna parte. De vez en cuando se permitía lucir una tímida sonrisa cuando leía alguna tira cómica especialmente divertida en el periódico, o cuando le contaban un chiste espectacularmente bueno, aunque tampoco era muy amigo de las tiras cómicas, ni de los chistes; normalmente le parecían una pérdida de tiempo; y ya sabéis lo que adoraba las pérdidas de tiempo aquél buen señor. Pero en ese momento se rió con fuerza durante un segundo y paró bruscamente, avergonzado de lo que había hecho.  Su carcajada sacó a su acompañante de aquella duermevela en la que se había quedado prendida.

–¡Pero bueno! ¿Te estás riendo de mí?

–¿Cómo? No, no –respondió avergonzado­– es sólo que sus ojos… Bueno, que, resulta que… Por un momento me habían parecido… Esto… La cosa es que… Bueno, si ya se encuentra mejor, creo que puede apañarse sola, ya no le hago falta aquí, siento mucho lo del golpe y todo eso…

Intentó levantarse del banco, pero una mano firme le agarró por la manga de la chaqueta. La escuchó coger aire. Se preparó para lo peor…

–¡¿O sea, que primero me atropellas, luego te ríes de mi cara y después te intentas largar dejándome aquí colgada con una pierna rota y mis cosas esparcidas por la calle?! ¡Tú lo que tienes es mucho morro! ¡Menudo impresentable! ¡Por culpa de la gente como tú el mundo va así de mal, las guerras, la crisis, los problemas entre naciones, todo es por culpa de ese tipo de gente, que hoy es capaz de dejar desamparada a una pobre señorita malherida en medio de un peligroso atasco en la ciudad y mañana puede ser capaz de matar a veinticinco niños a sangre fría en un colegio con una escopeta de caza, que en cualquier momento puede sacar un…

–Tranquila, tranquila, no pasa nada, nadie va a matar niños, yo sólo quería decir que, si se encuentra usted mejor, puedo ayudarle a recoger todo esto en un minuto y después marcharme, que tengo que ir a trabajar, debería entrar a las ocho y media, pero mire, las ocho y veintiséis y aquí estoy, hablando con usted cuando debería estar ya subiendo por el ascensor de mi empresa, porque encima resulta que hoy el jefe iba a hablarme de ese asunto tan importante que a mí me suena a ascenso, pero claro, si llego tarde lo mismo ya no le interesa charlar conmigo y sigo en el…

­
–Eh, eh, tranquilo muchacho que estas cogiendo carrerilla, y a mí tus tejemanejes esos que te traes entre manos me dan bastante igual. Yo necesito que me ayudes a organizar un poco mis cosas y que, por lo menos, me lleves al centro de salud a que me miren esta piernecita, mira, ¡se está hinchando! A ver, ¿qué pasa si me aprieto aquí? Aaaayyyyyyyy cómo me dueleeeeeee, que me muerooooo!!!

–No, no, deje de guitar y mejor no se apriete nada, no vaya a ser que venga la policía a detenernos por escándalo público. Venga, vamos a recoger todo esto de una vez...


(Continuará...)
 

domingo, 13 de enero de 2013

Presos del tiempo.

Lo que más miedo le daba en el mundo eran los relojes parados. Con el paso de los años se había convertido en un esclavo del tiempo, por culpa de las obligaciones, de los quehaceres y de los compromisos se había acostumbrado a vivir pegado a su agenda y, sobre todo, a su reloj.

El despertador sonaba a las 7:25; se permitía remolonear hasta las 7:32; se levantaba, se vestía, desayunaba, se aseaba y a las 8:04 salía de casa para ir al trabajo, al que tardaba entre 13 minutos en llegar si no había tráfico y 22 si la carretera estaba llena de coches o si había habido algún accidente. A las 8:30 fichaba la entrada, y su día proseguía exactamente como debía proseguir, acompasando sus movimientos a los del tic-tac del reloj que le encadenaba la muñeca.

Un día, se levantó y, al ir a tomar el desayuno, observó que el reloj de la cocina marcaba las 5:03, cosa absolutamente imposible, puesto que el despertador, el móvil y el reloj de muñeca estaban perfectamente sincronizados. Se asustó, comenzó a sentirse mal, le entraron mareos, nauseas, vértigos, dolor de estómago, de cabeza, de garganta; se le aceleró el pulso, le bajó la tensión, luego le subió, luego volvió a bajar, se vio inundado de sudores fríos, le asaltaron los temblores, flojera, malestar general y boca pastosa.

Era el precio que tenía que pagar por haber decidido sincronizar su vida con el latir del metrónomo del tiempo; no soportaba que algo se saliese de ese gélido orden que le imponen al mundo las horas, los minutos y los segundos, le desquiciaban las personas que no llevaban reloj o que, aún llevándolo, no lo tenían en hora.

Era la vida que había decicido vivir, fue él quien aceptó voluntariamente convertirse en un esclavo del tiempo, le reconfortaba la seguridad que daban esas 24 horas al día, inquebrantables, inamovibles, imperceptibles, siempre presentes, siempre guiando sus pasos sin margen de de error posible.

Cuando se recuperó del disgusto y se permitió tomarse un minuto para relajarse (contando hasta 60, un número por segundo) volvió a poner el reloj en hora (las 7:42) y siguió con sus tareas cotidianas, un poquito más rápido que de costumbre para reencontrarse con su férreo horario.

Pero ese día ya prometía horrible desde el principio; según salió por la puerta de casa para ir a por el coche uno de esas horribles personas que trabajan robando tiempo a los demás interceptó su trayectoria y le dijo las palabras que él más odiaba en el mundo entero:

- Disculpe caballero, ¿tiene usted un minuto para realizar una encuesta?

A lo que él respondió borde, serio, petulante, intransiguente, pretencioso y un poco asquerosito (pero no por ello falto de sinceridad):

- Por supuesto que no, señor.

Con tan mala fortuna que, al desviar la vista un segundo de su camino para observar a aquel impresentable, tropezó con una señorita que paseaba, demostrando un equilibio inexplicable, dos grandes perros, cuatro grandes bolsas llenas de grandes objetos y una gran mochila; todo ello simultaneamente, con una perfección rayana en la imposibilidad.

El problema es que ni él contaba con la interrupción de aquél robatiempos ni ella contaba con la interrupción de nuestro protagonista, ese señor que no se molestaba en mirar hacia delante cuando caminaba por la calle. La colisión fue sobrecogedora, brutal, impresionante, demoledora, un espectáculo audiovisual repleto de cosas volando, perros ladrando, maldiciones, improperios, cristales rotos y coches pitando.

Nuestro querido amigo se vio superado por la situación; ¿qué más podía pasar? Primero lo del reloj, luego el odioso ladrón del tiempo y después aquella alocada muchacha que abarcaba más material del que podía acarrear una persona humana decente. Se vio en el dilema mental de marcharse sin hacer ruido aprovechando el alboroto de la situación o ser un caballero y ayudar a la joven a recoger aquél estropicio, lo cual le demoraría los minutos suficientes para llegar tarde a todos sus compromisos durante, por lo menos, el resto de su vida (si aún no os habíais dado cuenta os apunto que nuestro hombre era un pelín exagerado)

Al final le pudo la caballerosidad; el buen ciudadano que todos llevamos dentro ahogó a esa bestia inmunda que le exigía que se marchara de la escena del crimen y se dispuso a socorrer a aquella pobre dama en peligro, sepultada por al menos cien millones de toneladas de material de todo tipo. Incluso parecía que uno de los dos perros se había hecho pis de la emoción.

Con todo y con ello, se acercó a ella para rescatarla...

Y ese, fue el momento en el que toda su vida se desmoronó para siempre; aunque él aún no lo sabía.

Continuará.

jueves, 3 de enero de 2013

Oh cielos...

Vaya, había olvidado que esto sigue existiendo! Según las estadísticas de Blogger sigue habiendo gente que entra aquí a leer, pero yo me pregunto si eso será realmente cierto. Por favor, si alguien pasa por aquí que deje constancia de ello diciendo un Hola, o un Algo.

Esto lo escribo el día tres de Enero de 2012 a las 00:45. Doce días después del fin del mundo la cosa sigue más o menos igual.

¿Hola?