La historia que relato a continuación no tiene mucho que ver con los sentimientos humanos, define más bien una forma de comportamiento bastante habitual entre nuestros congéneres: la visión de algo que nos agrada y la envidia que nos produce el no tenerlo que nos lleva a desearlo con un ansia sobrehumana.
Ponte en situación:
Vas caminando por la calle tranquilamente, un día cualquiera, sin prisa, sin preocupaciones y sin fijarte demasiado en lo que pasa a tu alrededor. De repente algo llama tu atención. Ves a un chavalito jugando con un pequeño artefacto (véase peonza, yoyó, diábolo, etc..., me quedo con el yoyó para el ejemplo). El chico disfruta enormemente con su sencillo juguete. Sigues caminando reflexionas que no entiendes cómo has podido vivir felizmente hasta ese momento sin tener un yoyó entre tus manos. Ese insignificante cachivache ha perforado tu cerebro. Necesitas uno. Matarías por uno.
Mientras vas en busca de una juguetería con cara de loco y los ojos desorbitados por el ansia recuerdas que de pequeño tuviste un yoyó. Te maldices a ti mismo pensando que si hubieras seguido practicando con el yoyó desde que eras pequeño ahora podrías ser un profesional de ese maravilloso artilugio. Todos tus amigos te envidiarían si lo fueses y las mujeres te adorarían sólo con ver un par de trucos realizados por ti.
Aceleras el paso y te convences de que aún eres joven y si empiezas a entrenarte puedes conseguir ser un profesional en, relativamente, poco tiempo. Tus manos se estremecen al imaginar el tacto del yoyó, ¿cómo algo tan sencillo ha podido desatar tus sentimientos tan alarmantemente?
No lo sabes. No quieres saberlo. Sólo quieres tu yoyó, tenerlo entre tus manos y hacerlo girar. Te das cuenta de que es una sensación casi erótica. Piensas en el suave trozo de plástico redondo, fabricado con una precisión milimétrica, aerodinámicamente perfecto, apenas ofrece resistencia al aire con su giro hipnotizante. Vuelves a aumentar el ritmo. Casi estás corriendo, buscando desesperadamente una juguetería. Ya estás cerca. El sudor recorre tu frente y un tic nervioso se ha adueñado del control de tu ojo izquierdo. Pero tú no te das cuenta.
Abres bruscamente la puerta de la juguetería y avanzas a trompicones por los pasillos mientras tu cuerpo tiembla pensando en las apasionantes habilidades que adquirirás cuando tengas atado a tu dedo el tan ansiado artilugio. Por fin llegas a la estantería de los yoyós y ves diferentes modelos ante ti, apresados en la cárcel de plástico que les envuelve. Deseas salvarlos a todos, pero esta vez sólo uno será el afortunado. Piensas en que, más adelante, cuando seas profesional, tendrás miles de yoyós. Admiras la estantería y finalmente te decantas por el más caro. El mejor. Tú te lo mereces.
Te abrazas al al envoltorio y te diriges a la caja para pagar tu recien adquirido tesoro. Esperas en la cola impaciente y cuando llegas al primer lugar enseñas el yoyó a la cajera y le dejas un billete en el mostrador mientras mascullas: "edeseconelcambio"
Sales de la tienda y vas corriendo hacia el parque más cercano. Cuando llegas al parque un ápice de tu, ya casi extinta, dignidad se rebela afirmando que alguien de tu edad no debe estar en un parque jugando con un yoyó a la vista de todo el mundo como un niño pequeño. Corres hacia tu casa.
Al llegar a tu morada y cerrar la puerta se apodera de ti la frialdad del que sabe que tiene lo que quiere. Dejas el yoyó encima de la mesa, sabiendo que ahí estará a salvo, y vas a la nevera a por algo de beber. A continuación te sientas en el sofá y desgarras el plástico que apresa a tu aparato. Lo sacas del envoltorio y contemplas anonadado su belleza. Ves que viene con un libro de instrucciones. Tranquilamente y con una frialdad sobrehumana dejas el yoyó encima de la mesa para comenzar a leer el libro de instrucciones.
Cuando llevas dos páginas el nerviosismo se apodera de ti. Tiras el libro contra la pared y agarras el yoyó con fuerza. En tres milésimas de segundo haces un nudo corredizo en la cuerda y la pones alrededor de tu dedo corazón. Contemplas expectante tu mano derecha, sabiendo que lo vas a lanzar por primera vez. Será la primera de miles. Quizá de millones. Con la vista fija en tu mano, para no perderte ni un solo detalle, dejas caer el yoyó. Comtemplas como baja. Despues comienza a subir, pero a mitad de camino se enrolla con la cuerda y vuelve hacia abajo girando estúpidamente. Lo primero que piensas es: "no es exactamente como me esperaba, pero bueno, ya aprenderé" Consigues que vuelva a tu mano la duodécima vez que lo tiras y te sientes amargamente feliz. Cuando llevas una hora y media intentando hacer el perrito sin éxito metes el yoyó en un cajón y enciendes la tele mientras piensas "mañana sigo".
El yoyó no volverá a salir de ese cajón.