martes, 9 de diciembre de 2008

Tiempo.

Los segundos que escupe la aguja del reloj se pegan a mi piel impregnada en sudor y me funden con la eterna corriente del tiempo, enseñándome las grandes maravillas del mundo reducidas a polvo y cenizas. Cada sesenta pulsaciones la aguja del minutero lanza un dardo a mi maltrecho corazón y me recuerda que mi vida sigue corriendo, igual que la de tantos que, antes que yo, disfrutaron de los traviesos vaivenes que el Tiempo nos asigna para divertirse observando nuestros intentos por aprovechar al máximo nuestra corta existencia.

Pensando y escribiendo contemplo como las agujas siguen, impasibles, su recorrido sobre la circunferencia dividida en doce periodos que se atreve a imitar de manera tosca y vulgar el armonioso fluir del Tiempo para que nosotros, simples humanos, contemplemos ensimismados la inmensa complejidad de algo tan incomprendible como incontrolable.

Horrorizado observo como la aguja del minutero se estira para apuntar al cielo mientras la de las horas descarga un golpe mortal sobre el número 3, matando así, en silencio, al último segundo de la segunda hora del día. Ese golpe se me clava en el alma como una furiosa estocada, me corta la respiración y me hace doblarme de dolor al comprender que jamás volveré a recuperar esos 59 minutos de mi vida.

Abatido, desesperado y malhumorado miro de reojo el cubo de la basura e imagino todas las horas desperdiciadas de mi vida dentro de esa bolsa impermeable de plástico. Casi puedo sentir cómo se escurrieron de mi piel para alejarse eternamente de mí, ofendidas por el mal uso que hice de ellas tratándolas como simples pasatiempos en lugar de darles el trato de Altezas Imperiales que merecen.

Pues el Tiempo puede jugar con nosotros, pero nosotros no podemos jugar con el Tiempo; sólo podemos desperdiciarlo, darle la espalda y suplicar que sea benevolente con nosotros.

Vargas.