Lo que más miedo le daba en el mundo eran los relojes parados. Con el paso de los años se había convertido en un esclavo del tiempo, por culpa de las obligaciones, de los quehaceres y de los compromisos se había acostumbrado a vivir pegado a su agenda y, sobre todo, a su reloj.
El despertador sonaba a las 7:25; se permitía remolonear hasta las 7:32; se levantaba, se vestía, desayunaba, se aseaba y a las 8:04 salía de casa para ir al trabajo, al que tardaba entre 13 minutos en llegar si no había tráfico y 22 si la carretera estaba llena de coches o si había habido algún accidente. A las 8:30 fichaba la entrada, y su día proseguía exactamente como debía proseguir, acompasando sus movimientos a los del tic-tac del reloj que le encadenaba la muñeca.
Un día, se levantó y, al ir a tomar el desayuno, observó que el reloj de la cocina marcaba las 5:03, cosa absolutamente imposible, puesto que el despertador, el móvil y el reloj de muñeca estaban perfectamente sincronizados. Se asustó, comenzó a sentirse mal, le entraron mareos, nauseas, vértigos, dolor de estómago, de cabeza, de garganta; se le aceleró el pulso, le bajó la tensión, luego le subió, luego volvió a bajar, se vio inundado de sudores fríos, le asaltaron los temblores, flojera, malestar general y boca pastosa.
Era el precio que tenía que pagar por haber decidido sincronizar su vida con el latir del metrónomo del tiempo; no soportaba que algo se saliese de ese gélido orden que le imponen al mundo las horas, los minutos y los segundos, le desquiciaban las personas que no llevaban reloj o que, aún llevándolo, no lo tenían en hora.
Era la vida que había decicido vivir, fue él quien aceptó voluntariamente convertirse en un esclavo del tiempo, le reconfortaba la seguridad que daban esas 24 horas al día, inquebrantables, inamovibles, imperceptibles, siempre presentes, siempre guiando sus pasos sin margen de de error posible.
Cuando se recuperó del disgusto y se permitió tomarse un minuto para relajarse (contando hasta 60, un número por segundo) volvió a poner el reloj en hora (las 7:42) y siguió con sus tareas cotidianas, un poquito más rápido que de costumbre para reencontrarse con su férreo horario.
Pero ese día ya prometía horrible desde el principio; según salió por la puerta de casa para ir a por el coche uno de esas horribles personas que trabajan robando tiempo a los demás interceptó su trayectoria y le dijo las palabras que él más odiaba en el mundo entero:
- Disculpe caballero, ¿tiene usted un minuto para realizar una encuesta?
A lo que él respondió borde, serio, petulante, intransiguente, pretencioso y un poco asquerosito (pero no por ello falto de sinceridad):
- Por supuesto que no, señor.
Con tan mala fortuna que, al desviar la vista un segundo de su camino para observar a aquel impresentable, tropezó con una señorita que paseaba, demostrando un equilibio inexplicable, dos grandes perros, cuatro grandes bolsas llenas de grandes objetos y una gran mochila; todo ello simultaneamente, con una perfección rayana en la imposibilidad.
El problema es que ni él contaba con la interrupción de aquél robatiempos ni ella contaba con la interrupción de nuestro protagonista, ese señor que no se molestaba en mirar hacia delante cuando caminaba por la calle. La colisión fue sobrecogedora, brutal, impresionante, demoledora, un espectáculo audiovisual repleto de cosas volando, perros ladrando, maldiciones, improperios, cristales rotos y coches pitando.
Nuestro querido amigo se vio superado por la situación; ¿qué más podía pasar? Primero lo del reloj, luego el odioso ladrón del tiempo y después aquella alocada muchacha que abarcaba más material del que podía acarrear una persona humana decente. Se vio en el dilema mental de marcharse sin hacer ruido aprovechando el alboroto de la situación o ser un caballero y ayudar a la joven a recoger aquél estropicio, lo cual le demoraría los minutos suficientes para llegar tarde a todos sus compromisos durante, por lo menos, el resto de su vida (si aún no os habíais dado cuenta os apunto que nuestro hombre era un pelín exagerado)
Al final le pudo la caballerosidad; el buen ciudadano que todos llevamos dentro ahogó a esa bestia inmunda que le exigía que se marchara de la escena del crimen y se dispuso a socorrer a aquella pobre dama en peligro, sepultada por al menos cien millones de toneladas de material de todo tipo. Incluso parecía que uno de los dos perros se había hecho pis de la emoción.
Con todo y con ello, se acercó a ella para rescatarla...
Y ese, fue el momento en el que toda su vida se desmoronó para siempre; aunque él aún no lo sabía.
Continuará.
4 comentarios:
Más, más, más, más!!
:D
Se echaba de menos algo bueno que llevarse a la vista. Me siento muy identificada con el caballero... aunque, por el contrario, yo repelo los relojes. Cronofobia, lo llamaron.
Un saludo.
Tienes facebook, mister?
"Psyche Krad" (Badalona) Te he buscado, pero me salen muchos xD
más!!!!
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