...
La encontró
sepultada debajo de un millar de objetos, entre ellos algo parecía un montón de
tubos fluorescentes de los que se ponen en las clases de colegio; estaban algo
amarillentos; rotos en su mayoría. Durante un momento dudó si se habrían roto
con la caída o si ya vendrían rotos dentro de las bolsas antes del incidente.
Se sorprendió pensando en para qué podría alguien utilizar tubos fluorescentes
rotos, pero desechó ese pensamiento rápidamente; ya tenía suficiente papeleta
con ayudar a aquella malparada damisela como para encima andar perdiendo más
tiempo pensando en tonterías sin sentido. Involuntariamente miró el reloj antes
de ayudar a la muchacha y observó que marcaba las 8:08; contuvo un escalofrío
al pensar en el tiempo que estaba perdiendo durante aquella mañana e hizo un
rápido cálculo mental; si la chica se encontraba bien no tardarían más de diez
minutos en poner orden juntos a aquel desastre, eso le situaba en las 8:18; más
13 minutos que tardaría en llegar al trabajo si no se encontraba con tráfico le
situaban en las 8:31. Suspiró aliviado pensando en que podía permitirse llegar
un minuto tarde al trabajo después de diez años llegando el primero
absolutamente todos los días.
Un poco más
relajado se acercó a la señorita, que se debatía entre la vida y la muerte con
los dos perros tirando cada uno hacia un lado de la calle.
–Perdóneme, señorita, no la había visto venir. Si me permite la ayudaré a
levantarse y a recoger todo este caos, entre los dos tardaremos un momento; si
usted se encarga de ese cuadrante de la acera mientras yo sujeto a los dos
perros y los ato a esa farola después podemos, entre los dos juntos agrupar
aquél sector de ahí enfrente para después…
–¡¡Se quiere callar de una vez y ayudarme a levantarme!! Hay algo que me
está aplastándola pierna! Creo que me he roto un tobillo…
–No diga usted eso mujer –Contestó sobresaltado– Seguro que no es nada;
verá como en cuanto se quite toda esa basura de encima descubre que está usted
fresca como una rosa.
–¿Cómo que basura? Basura serás tú, ¡desgraciado! Si te digo que me lo he
roto es que me lo he roto, y esa “basura” son mis cosas, ¿vale? Cada uno tiene
sus cosas, las de algunos son más bonitas que las de otros, las de otros son
más nuevas y las mías son estas. ¡¡Pero te quieres poner a ayudarme de una vez
y quitar esa cara de pasmarote!!
De repente
volvió a reaccionar, se dio cuenta de que se le había desencajado un poquito la
mandíbula y se le estaba cayendo la baba, además, tenía la mirada perdida y un
ligero tic en el ojo derecho. Recuperó
de nuevo la compostura y se dispuso a levantar a aquella pequeña bestia de pelo
negro rizado del suelo. La sujetó con toda la suavidad del mundo, como el que
sujeta una bomba que explosionará con el menor movimiento brusco, como sujeta
una madre a su bebé recién nacido a la vez que como sujeta uno una bolsa de
basura que apesta y que, además, pringa. Cuando la bestia se puso de pie
trastabilló, exclamó un aterrador grito de dolor y comenzó a escupir una serie
de tacos tan horribles que nuestro buen amigo se escandalizó tanto que estuvo a
punto de soltarla y salir corriendo para alejarse de aquél demonio
encolerizado. Entre otros muchos exabruptos los más destacables eran que se
había roto la pierna, que nunca más podría volver a jugar al rugbi, ni escalar
el Everest, que se la iban a tener que amputar, que no tenía dinero para la
silla de ruedas, que con muletas no podría sacar a los dos perros y que siempre
había soñado con ser bailarina de claqué, y que con un solo pie no iba a poder
llevar el ritmo en condiciones y no iba a durar nada en la profesión.
Nuestro
compañero la miró con la misma cara con la que se mira un chicle que se te ha
pegado en la suela del zapato mientras ella soltaba toda esta retahíla de
incoherencias, apoyada en su hombro con un brazo mientras con el otro seguía
sujetando con brazo de acero a los dos enormes perros que estaban olisqueando
la rueda de un coche aparcado en la calle. Cuando parecía que la muchacha se
calmaba un poco la ofreció sentarse en un banco cercano y llamar a una
ambulancia para que vinieran a aliviar su pena, que no creía que fuese
necesario cortar ninguna pierna y que, posiblemente, pudiera bailar claqué sin
problemas en un futuro no muy lejano.
– ¿De veras? –Preguntó
mientras se sorbía los mocos.
–Seguro que sí –Afirmó él
solemnemente– Ellos sabrán lo que tienen que hacer con una pierna rota, son
profesionales de la materia, les puedo llamar y, aproximadamente en cuatro
minutos y medio estarán aquí, el centro de salud no está muy lejos, y a esta
hora seguramente haya alguna que aún no haya salido a atender una urgencia, por
lo que es cuestión de hacer una llamada de…
–Pensándolo bien
–Interrumpió– en verdad no me duele
tanto; creo que solo me he torcido el tobillo; un pequeño esguince. Sí, seguro
que ha sido eso, un esguince. Valoración de daños: Esguince en primer grado en
la escala de Rochestein.
En ese
momento comenzó a reírse, y era la risa más angelical que nuestro amigo había
escuchado en su vida. Era similar a una catarata, como un millón de piedrecitas
rodando por la ladera de una montaña, como la lluvia repiqueteando sobre el
cristal de un coche mientras dentro suena una canción de blues. Una risa
cálida, acogedora, como una chimenea, como un radiador de aceite en una cabaña
de madera en medio de una montaña llena de nieve. Durante un instante se olvidó
del tiempo, de los horarios de las ambulancias, de los minutos que quedaban
antes de que llegase la hora de entrar a trabajar, se olvidó del reloj y se
concentró únicamente en escuchar a ese monstruo reírse, porque sólo un monstruo
podía reírse de aquella manera después del recital de palabrotas que había
soltado un momento antes.
Por un instante se descompuso; durante
aproximadamente 40 segundos dejó de verle el sentido a su milimétricamente
calculada vida, se descubrió pensando en que nada de lo que hacía le resultaba
satisfactorio, en que se sentía triste, incompleto, solo… Luego volvió en sí;
sacudió todos los pensamientos inútiles que le rondaban la mente y cogió las
riendas de nuevo de aquél fatídico día. Miró el reloj, un gesto que repetía
cientos de veces desde que se levantaba hasta que se iba a dormir pero que en
pocas ocasiones le aterraba tanto como le aterró en ese momento. Eran las 8:24.
¡Y aún no habían empezado a recoger aquél desastre! Tenía que escaparse de allí
como fuese; debía alejarse de aquella chica o perdería su trabajo, su dignidad,
su orgullo, su sentido del derecho y su posición como persona más puntual de la
oficina que tantos años le había costado ganarse; sus compañeros de trabajo le
llamaban Puntualín, lo cual como mote dejaba mucho que desear, pero a él le
resultaba sumamente gratificante que le saludasen por las mañanas con ese
apelativo; por así decirlo esa era la merecida recompensa que obtenía por su
férreo control del tiempo; llegar a la oficina y que Antúnez, o quizás Redondo
le dijeran un: “Buenos días Puntualín, qué raro verte tan pronto ¿Has dormido
aquí hoy?” O quizás un “¡Hey Puntualín, cada día abres más pronto el
chiringuito!”
No nos engañemos, era una recompensa de
mierda, pero a él le gustaba. Ese apodo tan sosainas era de una de las pocas
cosas que realmente le hacían feliz en su vida.
Pero, volviendo a la situación de
crisis en la que nos encontrábamos, ese mote estaba a punto de dejar de existir
si no hacía algo lo antes posible, la irascible desconocida había dejado de
reírse y parecía que se estaba quedando dormida sentada en el banco, se fijó un
poco mejor en ella y observó a una muchacha con el pelo muy negro, ondulado,
con los pómulos bastante afilados y la frente un pelín hundida, aún así tenía
un rostro amigable, con arrugas al lado de los ojos, muestra de que sonreía más
de lo debido desde su punto de vista; descubrió también unas grandes ojeras
debajo de los también grandes ojos castaños, muy oscuros en los bordes y más
marrones hacia el centro; lo primero que se le vino a la mente al ver esa
extraña combinación fue que esos ojos parecían dos donetes.
Ese pensamiento impropio de él brotó con una
celeridad terrible, y lo peor es que vino acompañado de una inesperada sonora
carcajada. Nuestro amigo no era muy dado a reírse en público; en realidad no
era muy dado a reírse en ninguna parte. De vez en cuando se permitía lucir una
tímida sonrisa cuando leía alguna tira cómica especialmente divertida en el
periódico, o cuando le contaban un chiste espectacularmente bueno, aunque
tampoco era muy amigo de las tiras cómicas, ni de los chistes; normalmente le
parecían una pérdida de tiempo; y ya sabéis lo que adoraba las pérdidas de
tiempo aquél buen señor. Pero en ese momento se rió con fuerza durante un
segundo y paró bruscamente, avergonzado de lo que había hecho. Su carcajada sacó a su acompañante de aquella
duermevela en la que se había quedado prendida.
–¡Pero bueno! ¿Te estás riendo de mí?
–¿Cómo? No, no –respondió avergonzado–
es sólo que sus ojos… Bueno, que, resulta que… Por un momento me habían
parecido… Esto… La cosa es que… Bueno, si ya se encuentra mejor, creo que puede
apañarse sola, ya no le hago falta aquí, siento mucho lo del golpe y todo eso…
Intentó levantarse del banco, pero una
mano firme le agarró por la manga de la chaqueta. La escuchó coger aire. Se
preparó para lo peor…
–¡¿O sea, que primero me atropellas, luego te ríes de mi cara
y después te intentas largar dejándome aquí colgada con una pierna rota y mis
cosas esparcidas por la calle?! ¡Tú lo que tienes es mucho morro! ¡Menudo
impresentable! ¡Por culpa de la gente como tú el mundo va así de mal, las
guerras, la crisis, los problemas entre naciones, todo es por culpa de ese tipo
de gente, que hoy es capaz de dejar desamparada a una pobre señorita malherida
en medio de un peligroso atasco en la ciudad y mañana puede ser capaz de matar
a veinticinco niños a sangre fría en un colegio con una escopeta de caza, que
en cualquier momento puede sacar un…
–Tranquila, tranquila, no pasa nada, nadie va a matar niños,
yo sólo quería decir que, si se encuentra usted mejor, puedo ayudarle a recoger
todo esto en un minuto y después marcharme, que tengo que ir a trabajar,
debería entrar a las ocho y media, pero mire, las ocho y veintiséis y aquí
estoy, hablando con usted cuando debería estar ya subiendo por el ascensor de
mi empresa, porque encima resulta que hoy el jefe iba a hablarme de ese asunto
tan importante que a mí me suena a ascenso, pero claro, si llego tarde lo mismo
ya no le interesa charlar conmigo y sigo en el…
–Eh, eh, tranquilo muchacho que estas cogiendo carrerilla, y
a mí tus tejemanejes esos que te traes entre manos me dan bastante igual. Yo
necesito que me ayudes a organizar un poco mis cosas y que, por lo menos, me
lleves al centro de salud a que me miren esta piernecita, mira, ¡se está
hinchando! A ver, ¿qué pasa si me aprieto aquí? Aaaayyyyyyyy cómo me
dueleeeeeee, que me muerooooo!!!
–No, no, deje de guitar y mejor no se apriete nada, no vaya a
ser que venga la policía a detenernos por escándalo público. Venga, vamos a
recoger todo esto de una vez...
(Continuará...)